Una presentación poco convencional

Si se pide una auto-presentación de mi persona, me parece muy atinado considerar una manera no convencional de hacerlo.

No convencional como podría haberlo sido una descripción al detalle de mis datos personales en el sentido burocrático, en un sentido material; las referencias sobre mí que figuran en mi documento de identidad por ejemplo. Un número de identificación nacional, ni aún un nombre y un apellido, dicen absolutamente nada sobre mí y mucho menos sobre mi persona. Cualquiera podría notar que ni aunque yo les dijera que mi nombre es Mariela, este no es más que un título que me representa (y a cuántas mujeres más también lo hará) pero no explicita nada sobre mí, ni aún sobre la historia que hay detrás de la elección de tal nombre para mí que realizaron mis padres, por ejemplo. En definitiva, y para no desviarme del objeto de este escrito ni aburrir al lector con reflexiones aburridas, propongo a modo de presentación personal: tomar un objeto que me represente.

Un objeto que atraviese mi historia y pueda dar cuenta mucho más sobre mí de lo que yo misma pueda imaginar y realmente, a modo de sinceramiento, mucho más creativo que tan solo cantar datos al aire.

Para este caso, el objeto que elijo es “el libro”. Los libros que han formado parte de mi vida, los cuales irremediablemente ahora forman parte de mí.

Me sorprendo al notar en este mismo momento, reflexionando sobre mis hábitos de lectora, cuánto digo de mi misma -sin quererlo- al presentar mis lecturas, ya que para comenzar entro en escena con una confesión: confieso tener una particular manía atroz y vergonzante y es que siempre leo la última página, o bien el último capítulo, de todos los libros que comienzo.

No puedo dejar de reparar en esto, mi conciencia aguda me reclama una auto justificación urgente, ya que una parte de mí no quiere pensar que el lector pueda creer en este mismo instante que soy una lectora tramposa.

No es ninguna trampa a algún posible lector en competencia ni nada por el estilo, es casi una emboscada al libro, y por completo una trampa que cometo conmigo misma.

Yo supongo, exponiendo mis dotes de auto terapia, que esta manía casi neurótica guarda un mecanismo de control. Una vía de control sobre la historia, sobre aquel enorme, abismal y aparente infinito mundo contenido en el libro.

La misma noción responsable acerca de los caminos inimaginables e inesperados, complejos e inagotables, que pueden surgir de entre palabras escritas en las hojas de cualquier libro, me generan una ansiedad incontrolable.

Podrán llamarme cobarde o impaciente, tal vez tramposa, pero lo cierto es que no puedo despegarme del hábito a pesar de los intentos.

No quiero imaginar lo que estarán pensando, pero ya habrán visto cuántas cosas curiosamente saben de mí ahora, sin siquiera conocer mi apellido.

Continuando con el objeto de este ensayo, sin descarrilarme de su vía, paso a profundizar acerca de los libros de mi vida.

He aquí, una nueva confesión: no he logrado consensuar una elección singular de “un solo libro” de entre los que he leído. Me es imposible elegir una, ya que la mayoría de aquellas historias impactaron en algún aspecto de mi persona y han modificado mis maneras de pensar, actuar o sentir cada cual en su caso particular.

No recuerdo cuál fue mi primer libro (atento el lector hábil: aquí encuentra otra nueva curiosidad), pero si recuerdo amenamente un enorme caudal de libros que llegó cual aluvión en una apropiada etapa de la vida de cualquier joven; con un personaje entrañable, que fue mi primer profesor de literatura (único por tres o cuatro años) y la enorme cantidad de ideas, palabras, imágenes, historias, sensaciones y demás frutos de aquel momento, en el que me sumergí en el mundo de la literatura y nadé entre sus mares de personajes increíbles, en tiempos inventados o pasados, en lugares imposibles de reproducir, y entre vaivenes de saberes siempre ficticios, pero siempre venidos a reales para mí, que fui incorporando cada vez que me aventuré a abrir una puerta hacia el mundo de lo inesperado, hacia donde todo era posible, al tiempo que imposible.

Anacrónicamente y entre un bombardeo de imágenes sensoriales, veo, recuerdo, pienso y siento títulos de libros maravillosos que he leído, entre los primeros: lo que no entendía. Aquellos que solo me aportaron elementos para la conformación de mi universo simbólico y lenguaje: palabras, expresiones, metáforas, símbolos, reglas ortográficas, etc. Aquellos textos que fueron en su momento por completo planos, aunque sospechara que había mucho más detrás de las palabras. Sospecha que me llevó a forjar mi capacidad de abstracción y a explorar el mundo de los simbolismos y las ideas sumergidas dentro de otras y así, en una seguidilla continua de relaciones que dependen siempre de la creatividad del propio lector, me fui relacionando con los autores intentando comprenderlos, y me fui conociendo a mi misma intentando comprender más allá de lo que entendía a priori al leer los textos.

De esas épocas me vienen nombres como: Horacio Quiroga y sus “Cuentos de amor, locura y muerte”, Saint- exupery y “El principito”, Doyle y sus señores “Shekyl y Hide”, Julio Verne y el “Viaje de la tierra a la luna”, Ray Bradbury con “El árbol de las brujas” (en aquel momento donde no sabía lo radical que sería tal autor para mi vida) entre bastantes otros que los he leído casi en la infancia, y los cuales no recuerdo todos salvo los releídos.

Luego vinieron grandes movimientos de mis placas tectónico-lectoras, con libros que marcaron rupturas en mi historia: “Crónicas marcianas” y “Fahrenheit 911” del anteriormente mencionado: Ray Bradbury; “El perfume” de Patrick Suskind; “El barón rampante” de Ítalo Calvino; “Alicia en el país de las maravillas”, por L. Carroll; “De qué hablamos cuando hablamos de amor” por Raymond Carver, y algunos más que estoy omitiendo muy a mi pesar, pero los dejo para evitar extenderme por demás. Estos libros, fueron los que quebraron mis ideologías, los que expandieron el don del simbolismo ilimitado y la gracia de leer historias que siempre son dobles, que son relatos de ficción que entretienen y al mismo tiempo son propuestas de reflexión, son enseñanza, saberes… .

Luego sí llegaron por supuesto los clásicos, desde Sheakeaspeare hasta José Hernández, pasando por Calderón de la Barca, Alan Poe, Oscar Wilde, Voltaire, Cervantes, entre otros. Hasta el momento donde conocí grandes autores también clásicos pero más contemporáneos, que ampliaron mis capacidades lectoras a la vez que marcaron un camino, toda una tendencia en la que me veo sumergida como escritora y como ser humano reflexivo y pensante: Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Jorge Luís Borges o García Márquez. Todos aquellos libros que ya de grande (casi tan grande como ahora, todo lo grande que puedo ser por el momento) he elegido, desde Alejandro Dolina hasta Goethe, y que no dejan de moldear mis pensamientos y mi sentir de acuerdo a cada nueva aventura, cada nueva historia, cada nuevo personaje, cada nueva línea contenedora de mil ideas esperando ser desatadas.

Esta es la historia de mi vida y estos fueron algunos de los libros y autores que me acompañaron: la base de mi lenguaje, la base de mi visión del mundo, la base de mi imaginación, la base de mi propia personalidad, los libros me han atravesado en todos los ámbitos de la vida; y cada vez que me embarqué en un nuevo viaje, he llegado a lugares más o menos lejanos pero siempre, diferentes. He coleccionado miles de postales con aquellas lecturas, y seguiré coleccionando cuantas más pueda mientras esté a mi alcance, por que sobre todas las cosas, pude encontrar siempre un refugio contra cualquier mal que me acometa en el espacio y tiempo del mundo contemporáneo, cada vez que lo he necesitado, una puertita se ha abierto conduciéndome hacia algún lugar remoto dónde todo era posible, y donde siempre uno forma parte pero no tanto, uno es parte pero no se ve afectado, no sale dañado pero sí modificado.