Mientras caminé por calles vacías solo estaba yo. Entre canteros, los faroles de las luces, algunos cestos de basura…. no había nada en las veredas, ni un solo perro, tampoco coches estacionados, solo yo caminando por delante de las casas viéndolas pasar como si me encontrara sobre una cinta de montaje de esas que se usan en las fábricas o como si estuviese viajando en un auto y viendo un mundo exterior desplazándose veloz pero sintiendo la quietud de estar atravesándolo desde dentro de otro mundo, uno aparte, donde el único presente es el propio y nada del exterior parece ser real.

Ciertamente me encontraba bastante desorientado, completamente ensimismado. El tiempo me parecía pasar volando y sin embargo, me veía a mi mismo avanzando cada vez más lento; el contraste con las casas hacía que todas ellas parecieran estar en una suerte de maratón. El corazón me latía fuerte, los nervios me tenían el vientre como atado por un nudo, y a cada paso apreté con más firmeza la manija del maletín.

Cuando vi a la primera persona dentro de una casa realmente me descoloqué. Me observaba desde el garaje, parecía estar limpiando su coche aunque no estoy muy seguro, pero la sensación fue de sorpresa para ambos. Para mí tanto como para aquel hombre la situación resultó tensa: yo había perdido la poca, casi ínfima, calma que conservaba y aquel sospechó extrañeza en mí, sospechó que algo raro traía a mi paso y tal vez - creí yo- temió que nada bueno fuese el asunto.

Luego noté que se sumaban cada vez más personas a los garajes, como si aquella gente estuviese cumpliendo algún ritual extraño de lavar los autos a esas horas de la que yo consideraba, todavía era madrugada. Sentía las miradas clavadas en mis hombros, sentía el calor de sus pensamientos y conjeturas en mi espalda. Podía intuir lo que aquellos estarían diciendo luego, más tarde, cuando yo haya cumplido mi tarea. Sabía que no se olvidarían de mí, por que mi presencia les resultaba sospechosa; yo no era de allí, jamás me habían visto, pero sí habían oído sobre mí antes, y las referencias sobre hombres como yo nunca son positivas, mucho menos favorables a la tarea. Las personas parecen espantarse de antemano al saber de nuestro trabajo: muchos huyen, otros se exaltan – algunos al punto de enfadarse – están quienes se deshacen de nosotros soltando sus perros con colmillos enormes y pasados de hambre, y la gran mayoría simplemente no responde a nuestro llamado o tal vez, ni aunque no quisieran hacerlo salen solo a vociferarnos palabrotas refunfuñando furiosos cuando llegamos en un momento u horario inoportuno.

Yo seguía aturdido, apretaba con fuerza y nerviosismo el maletín de tal manera que luego de un firme apretón para asegurar, lo que claramente sabía, llevaba agarrado, venía un aflojarse de todos mis dedos y hasta de mi muñeca, que no podía controlar.

Mientras atravesaba las pocas cuadras que faltaban, soportando la mirada de los habitantes del lugar que cada vez fueron más tajantes y violentas y cada vez más me hacían temblar intranquilo, me repetía a mí mismo las palabras que el hombre pronunció la tarde anterior, analizaba cada oración, incluso de atrás hasta adelante de modo inverso – por si no fuera cosa, de que haya algo más que no esté a simple vista ni entre líneas, pero que subtitulen lo más terrible, o una parte, de aquel mensaje-. Pero las palabras parecían claras y concisas. No había mensaje entre líneas, no había doble sentido. Debía hacer lo que tenía que hacer (aunque la verdad, ni siquiera yo podía comprender qué era exactamente aquello, pero aún así sabía que no podía fallar, debía cumplir el objetivo: No puedo volver con las manos vacías. No puedo volver, sin lograrlo).

Ya había llegado, estaba ahí, apoyando mi pié sobre la última cuadra (creo que fue en ese momento cuando empecé a sudar, no lo recuerdo claramente, lo cierto es que cuando llegué a la puerta estaba empapado). Mientras pensaba en la difícil tarea en la que me había encomendado, en que realmente tenía que haber un sentido para esta vocación. Pero no era momento para encontrarlo, debía animarme solo con pensar que existiría una justa razón que dignifique semejante sacrificio.

Entonces, ya había llegado.

Era el momento; efectivamente estaba a la altura cero de la calle José Faroles del barrio Manzanares, “la única calle que no ha sido recorrida antes” había dicho el hombre la tarde anterior detrás de su escritorio, vistiendo traje y corbata viejos (pasados de moda de hecho). – No puedes desperdiciar esta oportunidad, sería un desastre, una enorme pérdida para la compañía. Lugares como estos no se encuentran hace años, y nuestro dato es confidencial pero efímero, debemos apurarnos antes de que alguien más sepa de esto- recordé sus palabras, justo delante de la puerta.

Estaba húmedo por el sudor, temblaba de miedo, temía la reacción de aquella primera persona en la casa nº 5, temía que cerrara la puerta antes de que yo termine de pronunciar saludo alguno. Tomaba el maletín con una mano y con la otra, lo zarandeaba de un lado al otro y en un momento, justo antes de tocar el timbre: creí haber olvidado los papeles... inmediatamente me remití a mi mesa con el desayuno servido esa misma mañana y vi los papeles junto a la taza de café. Casi muero de un infarto, mi corazón se detuvo, pero acto seguido supe que los tenía puesto que recordaba haberlos revisado después de salir de casa, en el colectivo.

Estaba frente a la puerta, sostenía mi maleta con una mano, con la otra me acomodé la camisa, me aplasté el flequillo, respiré profundo, muy hondo, y exhalé oprimiendo el botón del timbre. En seguida, una mujer se asomó por una ventana que daba al recibidor donde yo me encontraba parado temeroso pero con entereza, me miró perpleja y pronto desapareció. Al instante pude oír el sonido de un manojo de llaves, y presto el cerrojo de la puerta abriéndose, y apareció ella, casi sonriendo, mi primera cliente.

– Buenos días señora, lamento interrumpirle, pero tengo una propuesta insuperable que usted no debería perder, ¿acaso pensó alguna vez en adquirir un seguro de vida para usted y su familia?

MaiZal